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Las Duquelas

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Sevilla, verano de 1898. En nuestro puerto sin mar, vagan los perros sedientos a cincuenta grados a la sombra, y los pájaros de tierra se estrellan contra los escaparates de los comercios buscando el refugio del interior.
El 6 julio, el capitán Antoine Morandé arriba en el muelle Camaronero. Trae el encargo de llevar a Francia un piano de gran cola de la firma Piazza que perteneció a la reina María de las Mercedes. Aquello que debía de ser un mero trámite se complica al comprobar que sus ochenta y cuatro teclas suenan a duelo.

Descripción

Sevilla, verano de 1898. En nuestro puerto sin mar, vagan los perros sedientos a cincuenta grados a la sombra, y los pájaros de tierra se estrellan contra los escaparates de los comercios buscando el refugio del interior.
El 6 julio, el capitán Antoine Morandé arriba en el muelle Camaronero. Trae el encargo de llevar a Francia un piano de gran cola de la firma Piazza que perteneció a la reina María de las Mercedes. Aquello que debía de ser un mero trámite se complica al comprobar que sus ochenta y cuatro teclas suenan a duelo.
A partir de ese momento, nace la leyenda del piano melancólico de los Montpensier y con ella, un relato épico en el que Antoine Morandé, hombre incierto con tres verdades ciertas; una afinadora de piel tibia y manos prodigiosas llamada Artemisa; una contrabandista de ajuares para novias apodada la Tres Ombligos y un oficial de carabineros que cree que Dios dormita bajo el horizonte del Atlántico, tratarán de salvar a María de las Misiones, huérfana bantú de siete años a
quien el arzobispo castrense se trajo de ultramar vestida de novicia.
Mezclando la rigurosidad de la crónica histórica con la seducción del realismo mágico, Las duquelas —en caló: los pesares— continúa la saga de los Tiempos del Porvenir iniciada por el autor con El retratista de los niños muertos, transportándonos a una fecha anterior en la que una jovencísima Davinia acaba de finalizar sus estudios y únicamente sale de su mansión de la avenida de las Bombillas para limpiar la tumba de su madre.

Sabemos de Manuel Aparicio Villalba que se asomó prematuramente al mundo una madrugada de 1964. También conocemos que las monjas lo bautizaron antes de
la amanecida, porque un apresurado médico aventuró que el crío no sobreviviría. Su madre narraría de por vida que justo después de echarle el agua, su hijo renació. Quizás aquella experiencia fuera su primer contacto con el realismo mágico.
Se enorgullece de haber cursado la EGB en uno de esos pequeños colegios de barriada obrera, con solo cuatro maestros y aulas compartidas para los primeros cursos. Después vendría un bachillerato por la rama de letras -su pasión- en un instituto público y un COU con clases nocturnas en otro distinto para poder trabajar. Para entonces, había memorizado tanta poesía que jamás necesitó volver a releerla.
Entre turno y turno de trabajo, comprendió que las letras aprendidas no le solucionarían el porvenir. En la universidad cambió la creatividad de la métrica por la mecánica de las integrales dobles y la omnipresencia del arte por la fugacidad
de los balances de situación. La mediocridad tiene su precio. Aun así, fue por aquellos años cuando descubrió la precisión de la prosa.
Hemos oído hablar de su inmensa biblioteca de legajos antiguos y confiesa que desde que comenzó a escribir su primera novela, únicamente lee el diccionario de la RAE con la finalidad de no contaminarse con otras lecturas. Cuando adquieras este libro, estará a punto de llegar a la letra V.
Casualidades de la vida; en ese hospital donde su madre dio a luz, trabaja desde que estudiaba COU. Primero como subalterno, después como directivo, hoy como gestor. Vaticina que seguramente muera allí. «Le debo un éxitus letalis a la estadística del centro», ha referido en el tardeo de las copas.

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